Hay que aprender a ser tontos

Viendo todo lo que está pasando en el mundo y la forma que tienen de actuar quienes lo están causando, la dirección en la que están evolucionando las formas (cada vez más) dominantes de relación social y la calidad de las ideas que los llamados “intelectuales” se dedican a vomitar en los cada vez menos relevantes medios de comunicación tradicional, creo que hay un problema generalizado de sobrepercepción de las capacidades.

Por algún motivo (que, como la gran mayoría de mierdas de este mundo en el que vivimos, puede rastrearse hacia la necesidad de crecimiento continuo del capitalismo), la gente a la que antes se le reconocía como un tonto de los cojones y a la que se ignoraba, ahora recibe una respuesta positiva cuando se dedica a ser un tonto de los cojones. No hay ninguna necesidad de decir cosas con sentido, cosas que aunque se esté en contra se reconozcan como ideas fundadas, solo hace falta sacar un titular, una reacción, un zasca o cualquier gilipollez instantánea y caduca similar para considerar que se ha dicho algo inteligente. Se mide lo pertinente de una idea u ocurrencia en la cantidad de reacciones que provoca, en lugar de lo complicado que resulta desmontarla o lo mucho que se alinea con la realidad y se confunde voluntariamente la reacción emocional que provoca con la solidez argumentativa, lo cuál es hacerse trampas al solitario y creerse (mucho) más inteligente de lo que se es.

Todo esto no es nuevo, es una tendencia que las redes sociales y la masificación de los contenidos de consumo instantáneo han ido amplificando hasta convertir en casi homogénea. Y es algo que quienes tienen dinero para pagar a personas para que se dediquen a investigar qué es lo que funciona a la hora de convencer a otros están empleando como arma cada vez con menos escrúpulos y vergüenza. Mauro Entrialgo sacó hace poco un libro, que se le bien a gusto, titulado Malismo que habla de cómo la política ha dado un viraje a aceptar e incluso promocionar comportamientos abiertamente antisociales que hace apenas dos décadas se hubieran considera dignos de dimisión. Ese es un fenómeno que cualquiera con dos ojos y/u oídos funcionales y memoria de quince años hacia aquí puede entender como cierto, pero para mi gusto se queda demasiado en los actos y no profundiza demasiado en los motivos. Esta entrada evidentemente no tiene ni la longitud, ni la calidad, ni la metodología, ni la intención de explicar exactamente en los motivos, que son muchísimos y en general se relacionan con las formas sociales, legales, económicas y de consumo, pero sí que quiere entrar a al menos rozar la psicología que se está creando.

Este es el libro, está bastante bien

Y es que la evolución social en la “era de la información” ha convertido estar desinformado en un tabú. Reconocer que no se sabe algo ha dejado de ser una virtud (a Sócrates se lo cargaron por pesado, pero tenía buenas ideas) para pasar a ser un pecado, y lo que es más, un pecado individual, culpa de quien no sabe. Lo que empezó como una forma de tribalización de las clases altas con acceso a la cultura y tiempo para dedicarlo simplemente a aprender cosas inútiles en la práctica cotidiana, ha evolucionado a una expectativa social a todos los niveles. Se dice que con el acceso a toda la información del mundo en la palma de la mano, con la alfabetización generalizada y unos trenes de vida que nos dejan suficiente tiempo para la formación (que esto último es lo más discutible de las tres cosas), no hay motivo para que no se sepa algo. Y eso es una gilipollez. El mundo en el que vivimos es tan absurdamente complejo que nadie tiene la capacidad para saber, siquiera a un nivel básico, sobre todo y las velocidades a las que cambia el discurso y el interés social hace que ni siquiera quien tenga las competencias y los recursos necesarios para buscar y comparar informaciones y formar una opinión en base a ello es capaz de hacerlo en la mayoría de los casos. Eso sumado a la hooliganización de la política en la que cada partido o tendencia tiene su referente “intelectual” al que seguir como que fuera el Papa pontificando cuando opina de cosas de las que no tiene ni idea en la mitad de los casos, pues nos lleva a que socialmente está penalizado equivocarte y además tienes un respaldo en la autoridad de una figura concreta. Lo cuál lleva a que no se dé para atrás tras decir algo ni para coger impulso.

Comparar lo que sea que esté haciendo Trump con lo que hicieron en su momento Hitler y Mussolini puede que todavía sea un poco exagerado, pero las formas en las que lo está haciendo son lo suficientemente distintas como para servir de ejemplo. Las figuras autoritarias del fascismo necesitaban crear a su alrededor una imagen no solo de competentes, si no de algo más que personas, de salvadores divinos. Sus movimientos y su propaganda dejaban claro que eran gente seria que había llegado para salvar al mundo de sus problemas. Trump puede bailar como un imbécil, hablar de una forma tan distintiva y parodiable que hasta el putísimo Carlos Latre se atreva a copiarlo y le quede bien, tener a un completo incompetente social como es Elon Musk saltando y haciendo poses de gilipollas (o el saludo nazi) al lado y todo eso, lejos de dañar su imagen, sirve para potenciarla.

Isabel Diaz Ayuso o Abascal, por poner ejemplos más cercanos, también dicen y hacen gilipolleces evidentes, y ese es un patrón que se repite por todo el mundo. La intención es aprovecharse de esa presión social del no ser capaces de equivocarse y ocultar una políticas que dañan activamente a grandes sectores de la población, incluidos en muchos casos los de su masa de votantes, tras una enorme pantalla de ideas rebatibles con el meme este del perro con dientes largos, gafas y un índice de emoji hacia arriba.

Me refiero a este perro en concreto

Mientras se invierten esfuerzos en decir que si IDA, que si el Casoplón del Coletas o que si la abuela fuma, no se invierten en decir que se está haciendo dumping fiscal, que se está votando en contra de abandonar a niños que están sufriendo un genocidio a su suerte o que la mitad de las ciudades españolas sufren una tensión brutal en el alquiler mientras la ministra de vivienda tiene propiedades alquiladas. Pero, y aquí está el resquicio fácil de explotar, es mucho más fácil no equivocarte llamando imbécil a Ayuso o a Trump tras la última chorrada que han dicho que llamarles imbéciles por políticas que requieren años para ver sus efectos. O, mejor dicho, es mucho más fácil de demostrar que no te equivocas tú en lo primero que en lo segundo.

Hay que perder el miedo a equivocarse y a no saber. Este mundo es demasiado grande para saber de todo y reconocer eso no cuesta mucho esfuerzo. Lo difícil es aprender a quedar como un tonto y no se si habrá mucha gente que esté en proceso de aprender esa lección con más palos que yo. Y, como todo, requiere práctica. Así que la próxima vez que te equivoques o no sepas, intenta reconocerlo pensando al menos que a Sócrates le mataron, pero no fue por decir que no sabía nada, si no por actuar como que lo sabía todo.

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