La transversalidad de ser malvado

Se puede tener una buena o una mala opinión general de la gente con la que compartimos espacios y tiempos, de esa masa anónima con la que nos relacionamos breves momentos en nuestra vida y que, en suma, forman una especie de ente conjunto en el que los individuos concretos no importan más allá de unas pocas características generales exclusivamente externas. No importa si esa vieja es una vieja concreta u otra, no importa si la familia con niños es una u otra. Mientras no sean personas a las que eres capaz de reconocer aunque solo sea de vista, son gente y sus características individuales son irrelevantes. Porque se puede tener una buena o mala opinión del conjunto de la gente, pero creo sinceramente que quien tenga una opinión generalmente positiva es porque no está prestando atención o al menos porque no se ha dedicado a conducir unas pocas horas por las autovías de este nuestro país.

Hacer el mal, o lo que generalmente se considera hacer el mal, puede hacer se muchas formas, pero lógicamente requiere de la capacidad de hacer el mal. Los coches actúan como un equilibrador individual. Les hay de todos lo tamaños, precios y demás, no lo niego, pero al volante de uno las diferencias entre personas son menores que en el mundo de fuera. Al fin y al cabo, el traje de carne que todos vestimos es igual de susceptible a ser aplastado por una máquina de tonelada y media capaz de moverse legalmente cinco veces más rápido de lo que la mayoría somos capaces de correr, sin que las cosas que nos separan fuera del habitáculo tengan un impacto más allá que un pequeño porcentaje de supervivencia mayor. Quien fuera de la carretera no tiene capacidad física, social o económica para dañar a otros, al volante se encuentra con un poder que no suele conocer.

No digo, sin embargo, que cualquiera, solo por estar al volante de un coche, se vuelva un asesino. La capacidad es solo una de las necesidades del mal. Otra, que en este caso es como mínimo igual de relevante, es la indiferencia. Una desconexión de aquellos a los que se les hace mal es algo que hace falta a la gran mayoría de la gente para hacer dicho mal, especialmente cuando la ganancia propia no es demasiado elevada. Ocurre también que moverse a una velocidad que hace unas pocas generaciones era inconcebible en una máquina diseñada para que ese movimiento sea lo más placentero posible tiende a aislarnos de todo lo que haya fuera. Desde un habitáculo es difícil ver las reacciones a nuestros actos en otros habitáculos, y ya no digamos mantener una conversación al respecto.

Al final, lo que quiero decir con todo esto es que si la gran mayoría de la gente no es malvada (en el sentido que Cipolla explica en Allegro ma non Troppo) no es porque sean buenas personas, si no porque no se encuentran generalmente en una situación de tormenta perfecta en la que hacer el mal parezca lo más razonable y que hay ejemplos en el mundo que sirven de pruebas anecdóticas al respecto.

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