Tiempo de fiestas

Estos días nos toca a todos estar muy indignados por las imágenes que vienen de toda España (pero principalmente de Madrid) en las que un grupo d gente sale a celebrar el estado de alarma básicamente montándose un botellón diez minutos después de que acaben las restricciones legales y el toque de queda. Las redes sociales están llenas de gente quejándose de esto y aunque no los he visto estoy seguro que los telediarios también. Y no es para menos, las imágenes dejan bastante claro que nadie hace ni caso a nada y sobre todo nos permiten denunciarlo en las redes y hacer crecer nuestro ego virtual de buenas personas y buenos ciudadanos. Porque uno puede quejarse suponiendo que ha tenido todo el cuidado que se supone que se debe tener, cualquier cosa que se aleje de eso es pura hipocresía, y me juego el pescuezo y no le pierdo a que la mayor parte de los que se quejan se han saltado, no ya las restricciones, sino las medidas básicas de seguridad contra el covid. Con estar un poco atento cuando vas por la calle ves que lo de no hace ni caso a las restricciones y las medidas de seguridad lleva pasando mucho tiempo: la mitad de la gente no se da gel cuando entra a un sitio, otra mitad no lleva la mascarilla bien puesta, otra mitad se junta en grupos grandes en espacios cerrados, otra mitad estornuda donde le apetece y otra hará cualquier otra cosa. Se quiere vender que el final del estado de alarma va a llevar a un aumento de los contagios porque nadie tiene ya cuidado ignorando deliberadamente que se tenía mucho menos cuidado de lo que se debía ya de mucho antes, es solo que las imágenes de este fin de semana son más vistosas que ver a unos sentados en una terraza dándose abrazos.
Una imagen de la fiesta de este finde

Una vez con eso claro, vamos a hablar de tiempos. Y es que basta con pensar cómo veíamos el asunto hace seis meses, cuando empezó el estado de alarma y el toque de queda. Por aquel entonces estábamos empezando a recuperar la esperanza en que todo acabase a no mucho tardar: las vacunas estaban cercanas a su desarrollo, los números empezaban a sonreír después del verano y nos acercábamos al año desde el primer contagio, otra marca temporal importante. Seis meses de estado de alarma parecían una salvajada que muchos no dudaron en llamar golpe de estado (los que ahora se quejan de que se acabe en buena parte), pero con el paso de los días nos fuimos acostumbrando a hacer la vida a media jornada y unos meses después parecía lo más normal del mundo. A todo se acostumbra uno, que diría el ruso. Ha hecho falta que vislumbremos el final para que pensásemos en recuperar una libertad que en muchos casos ni siquiera echábamos de menos. Hemos estado escondidos, cambiando lo que hacíamos antes de la pandemia por el sucedáneo que hemos encontrado en las restricciones y nos hemos acostumbrado a ello, pero las restricciones se acaban y la vida normal que dejamos en el pasado llama de nuevo a la puerta. Y todo con una fecha concreta. Este sábado representaba el último día de restricciones a nivel nacional, ya que se había asegurado que no se iban a extender. Este sábado. La diferencia entre el sucedáneo de la pandemia y la vida normal representada en una fecha concreta. Porque admitámoslo, para todos los que no somos profesionales de la salud el cambio importante en esta pandemia ha sido de estilo de vida e impuesto. La enfermedad es algo que ha estado de fondo y en las noticias y que incluso puede que hayamos vivido de cerca, pero fuera de esos momentos concretos su efecto no ha sido gran cosa, al menos no comparado con un confinamiento, restricciones de movilidad, tener que llevar mascarilla y demás parafernalia.

Este ruso
Y es que por muchos motivos (el principal que el capitalismo necesita más de la mano de obra que de las personas) los ataques han ido principalmente a nuestro ocio. Las restricciones en los lugares de trabajo han sido, pero menos. Solo hace falta ver una foto de cómo iban los metros de llenos en el pico de la segunda ola para darse cuenta. Pero los bares, los cines, los parques, los locales, las reuniones, los cumpleaños, las bodas y todo eso estaba cerrado. Nos comunicábamos por ordenador sabiendo que no servía para sustituir una comunicación en persona que echábamos de menos cada vez más. Hemos estado meses sin ver a los que vivían en otra ciudad más que por foto o vídeo. Un año sin poder celebrar los cumpleaños de los abuelos por miedo a que fuera el último por nuestra culpa. No hemos podido celebrar los fines de curso, los nacimientos, las fiestas de los pueblos. Nada. El país de la fiesta ha estado un año sin fiesta. Y esa fecha, ese 9 de Mayo, esa noche entre el sábado y el domingo marcaba el fin de todo eso. Marcaba la vuelta de la fiesta, de los abrazos, de los bailes, de las celebraciones bien hechas. Es lógico que haya muchos que quieran hacerlo lo antes posible. Y digan lo que digan, era esperable. Por utilizar una analogía apropiada, estamos en la resaca del fiestón del covid. Lo peor ha pasado ya y estamos recuperándonos. No sabemos muy bien dónde estamos ni cuánto tiempo vamos a estar así, pero poco a poco y bebiendo agua vamos mejorando. Una fiesta cuya fecha de finalización estaba claramente marcada en el calendario desde hace seis meses.
Las fechas son importantes porque nos permiten comparar el ahora con otro tiempo. En Noviembre podíamos pensar que el 9 de Mayo era el final, que seis meses era lo que necesitábamos, porque era lo que nos habían dado de plazo. Convivimos con todo lo que conllevaba con la idea clara de que sabíamos exactamente cuánto iba a durar todo. Eso lo hacía mucho más llevadero, aunque fuera una evidente mentira. Las fechas son importantes, aunque a veces nos quedamos enganchados en ellas. ¿Vamos a seguir viendo botellones a partir de ahora todos los fines de semana? Casi con total seguridad. ¿Van a ser iguales que los de antes de la pandemia? Casi con total seguridad no. Porque la fecha ha llegado y pasado y nos hemos dado cuenta que, como la mayoría de las fechas, es un momento arbitrario del tiempo que hemos fijado nosotros y que a la naturaleza le es irrelevante y que entre el sábado y el domingo no ha cambiado realmente nada. Y ahora no tenemos otra fecha a la que mirar para hacernos una idea de cuándo podrá cavar todo. Estamos perdidos y nos va a llevar un tiempo encontrarnos. La gracia es que no sabemos cuánto.