Hay una parte de la cultura que una determinada sociedad produce que se enfrenta a todo lo que está establecido como algo bueno. Es la contracultura. No es nada nuevo ni especialmente desconocido. Los skinheads, los Sex Pistols y las tribus urbanas de los dosmiles eran contracultura. Contracultura que históricamente ha acabado aceptada dentro de la cultura dominante, normalmente introduciendo algún cambio en esta. Digamos que se acepta un mal menor por no aceptar uno mayor y para que se callen los que lo están pidiendo. Esto es algo bueno, hace avanzar al conjunto de la sociedad generalmente hacia una posición más abierta (no olvidemos que parte de la contracultura es de extrema derecha y muy reaccionaria también).
¿Pero qué pasa? Que alguien se da cuenta de que esa contracultura, esa parte pequeña y generalmente marginal de la vida puede convertirse en el próximo gran éxito comercial de la temporada (o de varias temporadas si hay suerte) y se intenta explotar por todos los medios posibles. Es lo que está ocurriendo ahora con lo que algunos llaman cultura progre, otros marxismo cultural y otros simplemente ser una persona decente. Todo depende de dónde se sitúe la persona en cuestión en el eje izquierda-derecha. Cada vez más se ven personajes y motivos abiertamente feministas, inclusivos, diversos sexualmente, incluso si hay que hacer cambios grandes, como ya escribí hace un par de semanas en mi artículo sobre representación. La diferencia entre los elencos de una serie de hace una década y de este año son brutales, no tienen nada que ver. Y en muchos casos los temas a tratar y como se tratan también. En el cine pasa lo mismo, incluso más exagerado y en los videojuegos también. Cada vez todo es más diverso, más inclusivo y en general más heterogéneo, más parecido al mundo real. Los movimientos feministas radicales, antirracistas, LGTB+ y demás, que hace una década (o dos) eran una parte importante de la contracultura son ahora lo mainstream, lo que todo el mundo comparte y vive. ¿Y acaso está mal?
Sí, en buena parte. En primer lugar porque es fácil perder de vista las reivindicaciones que se tienen cuando empieza a caer dinero e interés a paladas en algo que antes se ignoraba a lo bruto. Ahí tenemos de ejemplo la polémica que hubo en el Orgullo de hace dos años por requerir las carrozas patrocinio de marcas para poder desfilar. En segundo lugar porque tras toda esa atención y dinero se esconde el interés económico. En una década se ha pasado de la representación inexistente a una explosión brutal, evidentemente porque da dinero. A ningún ejecutivo se le ocurriría proponer algo que sabe que no va a dar dinero, por muy concienciado que pudiera estar. Y en tercer lugar porque en general está bastante mal hecho. Contratar personas a las que consultar sobre temas de género, de racismo, de identidades diversas, de capacidades diversas o de sexualidades diversas cuesta más sueldos que no hacerlo, y mientras se pueda evitar pues ese beneficio extra que se consigue. Ejemplos hay de sobra.
Uno de los ejemplos más dolorosamente evidentes de esto es la famosa escena de Vengadores: Endgame en la que todas las superheroínas se unen en un momento concreto para ayudar a ganar la batalla. Mucho se ha discutido lo absurda que es esa escena desde el punto de vista lógico y yo concretamente me he quejado mucho de lo increíblemente artificial y mal que queda. Es muy evidente que está dentro para poder colgarse la medalla de feministas. Como también es evidente que no le han preguntado a ninguna feminista si es eso lo que espera que ocurra. ¿Dar más minutos en pantalla a las superheroínas para desarrollarse como personajes? ¿Hacer que tengan más relevancia en la trama? No, toma escena cutre. Y estamos hablando de la película más taquillera de la historia en bruto, la cuarta o la quinta si ajustamos por inflación. La culminación de probablemente la saga cinematográfica más importante desde la trilogía original de Star Wars. Y nadie pensó antes de estrenarla que sería una buena idea revisar esas escenas con alguien que supiera un poco de lo que reclaman las mujeres ver en la pantalla (que yo no sé qué es, se que esto no porque he oído a varias quejarse de lo mal hecho que está).
El potencial y los medios para contar buenas historias con un punto de vista diferente, que exprese lo que distintas partes de la sociedad y de la cultura quieren que se exprese está ahí. Solo hace falta mirar cómo lo expresan esas personas cuando tienen un control real sobre lo que se está haciendo. Pero eso cuesta dinero y tiempo y es posible lucrarse de esas partes de la contracultura sin apenas esfuerzo, solo porque están muy de moda ahora. Y la contracultura se convierte en un cascarón vacío, unas consignas y unas escenas que quieren decir mucho pero que acaban sin decir nada porque nadie pregunta a quienes quieren hablar de verdad. En un giro maestro digno de Hitchcock el inmovilismo social se disfraza de contracultura y anula a su vez a esta. Es contra-contracultura disfrazada de aquello que queremos ver.