Una de las muchas consecuencias de esto del covid, al menos en España, ha sido la de destronar al turismo como base de una economía. Nos hemos dado cuenta de la peor manera posible que basar la propia supervivencia en las ganas de otros países de visitar el nuestro igual no es una idea tan brillante como parece a primera vista. Y como en esta vida todo el mundo tiene una opinión de todo, pues han salido muchas voces diciendo qué se debería hacer para solucionarlo. Una de ellas, probablemente la que más ruido hace, es la que dice que deberíamos volver a la industrialización como motor básico de la economía, cosa que, en España, ha ocurrido más bien poco a lo largo de la historia, por otra parte. Y es que parece ser el sueño húmedo de una parte de la población el recrear imágenes salidas o bien de una novela de Dickens o bien de la distopía actual que es gran parte de Asia y África gracias, precisamente, a que Europa ya no lo es tanto.
Entiendo esa forma de pensar, uno mira a los países que más poder han tenido durante los últimos dos siglos y todos comparten la característica de tener una industria potente asociada a un gran poder político. Reino Unido, Alemania, la URSS, EEUU, China… el modelo se repite una y otra vez y es normal que haya quienes quieran importarlo a nuestro país para, con un poco de suerte, coger un cacho de ese pastel y que el orgullo nacional se recupere un poco, máxime cuando hemos tenido que sufrir a los países decentes e industriales tratándonos como ciudadanos de segunda durante años, incluso en mitad de la pandemia. Es comprensible ese ansia de revanchismo, ese dejadnos demostraros que somos igual de buenos que vosotros, pero es una locura. Y es que parece que la industrialización es la única alternativa para que un país actual retome sus propias riendas y deje de depender del resto: en una economía global la forma de mantenerse en el mando es siendo productor y no consumidor, eso está claro, pero también está claro que la producción no puede continuar creciendo si queremos tener siquiera una posibilidad de sobrevivir como especie y como organismos en este planeta. Nos encontramos pues una encrucijada: solo existe una forma de conseguir dejar de ser un país de segunda que dependa del resto de países pero esa forma nos aboca a un final que (en teoría) estamos intentando evitar por todos los medios. Nos hemos atrapado a nosotros mismo, como países pero también como individuos que sufren las consecuencias de la política de naciones, en un sitio en el que tenemos que escoger entre algo malo con unos pocos beneficios y algo malo con las posibilidades remotas de un enorme beneficio, pero sin ningún control por nuestra parte. Y claro, tirarse a los pocos beneficios prácticamente asegurados y sobre los que se tiene control es una apuesta mucho más lógica y es lo que todo quisque está haciendo por todas partes. Y así es como entramos en el círculo vicioso en el que cada vez estamos más hundidos, en el que los países se dedican a reivindicarse a sí mismos con industria alejando cada vez más la posibilidad de frenar el cambio climático y en consecuencia animando a más países a industrializarse.
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Emisiones mundiales por año |
No podemos consentir que la industrialización sea la única solución posible, igual que no podemos consentir que existan países absolutamente dependientes de otros. Debemos romper el círculo vicioso si queremos tener alguna posibilidad no ya de parar el cambio climático, sino de recuperar el control de nuestras vidas y nuestras economías a nivel subnacional. Debemos empezar a interpretar el mundo de otra forma, a plantearnos las cosas en otro nivel. Ganar la guerra económica no interesa realmente a los ciudadanos de un país, ya que la grandísima mayoría no ven los beneficios de esto y sólo ven sus perjuicios. Y para demostrar esto basta volverse a mirar a la mayoría de países industriales y poderosos de los últimos dos siglos ya citados, ¿cómo vivían sus ciudadanos? Porque claro está que los ricos de esos países viven muy bien, pero, ¿cuántos son los ricos? Debemos empezar a plantearnos la economía desde el punto de vista de los más y no de los que más tienen. Decrecer es la posibilidad que a más gente beneficia a largo plazo. Y sí, el decrecimiento económico conlleva una serie de cambios brutales que van a parecer prácticamente un apocalipsis para muchos, porque decrecer no implica sólo dejar de basarse en la industria y la gran economía para desarrollarse, sino cambiar totalmente la forma de pensar y de vivir de la población de forma que esta requiera de muchos menos recursos. Seamos claros, acabar con la gran industria de un día para otro, como deberíamos hacer para tener alguna posibilidad frente al cambio climático, es una quimera, el sueño de una revolución que lleva años muerta y enterrada. Simplemente no es posible. Debemos por tanto empezar al nivel que podemos controlar, y ese es el nivel de las personas, de los trabajadores, de los más. Cambiar la forma de pensar, de ser, para necesitar menos y construir más con aquellas cosas que no se gastan, ayudando, reciclando, reutilizando y escapar de una vorágine consumista y alienante que nos convierte antes en consumidores que en personas es un buen principio.