Misantropía y trabajo de cara al público

En esta vida hay algunas contradicciones que te vienen impuestas por circunstancias fuera de tu control. Ser comunista y vivir en el capitalismo es un ejemplo flagrante, pero hoy vengo a hablar de otro, uno que me toca de cerca incluso más: ser un misántropo y trabajar de cara al público.

Porque sí, yo me considero a mí mismo un misántropo. Quizá uno suave, pero misántropo al fin y al cabo. No me gustan nada las personas, así como concepto. No sé si se puede decir que las odio, pero desde luego no las tengo aprecio. Y por cosas de la vida, me encuentro trabajando de cara al público, teniendo que relacionarme con al menos una decena de personas nueva cada día. Y es verdad que como en todas partes, hay de todo. Hay gente a la que puedes soportar sin problema porque son muy majos, gente absolutamente repelente y todo lo que queda en medio.

Sin embargo, ocurre algo curioso. Y es que mi relación con estas personas podría considerarse algo institucional, con mediación de una situación social en la que yo represento a una entidad impersonal y ellos representan sus propios intereses respecto a dicha entidad. Hay así un filtro entre nosotros en el que ellos no me consideran exactamente una persona, pues soy alguien que está ahí para cumplir sus deseos, y yo no les considero exactamente una persona, pues son algo que está aquí para realizar una tarea.

Curiosamente, uno de los conceptos filosóficos que más me gustan trata sobre esto: la “mala fe” de Sartre y Bouvier. Y podría describir con mis palabras qué es esto, pero para algo tenemos Wikipedia. Sartre nos muestra el ejemplo de un camarero, cuyos movimientos y conversación están demasiado determinados por su profesión de camarero. Su voz denota un ansia por complacer, lleva las comidas rígida y aparatosamente. Su comportamiento exagerado muestra que es un camarero – juega a ser un objeto, un autómata «camareresco». Pero que jugase obviamente desmiente su conocimiento que no es un simple servidor, sino que se engaña a sí mismo. Para Sartre, el adalid de la libertad radical, esto de la cosificación es algo monstruoso, una situación en la que el ser humano abandona su libertad para ponerse al nivel de un objeto.

Hay, sin embargo, una cierta seguridad en la idea de convertirte en un objeto, sobre todo cuando sirve para evitar o hacer lo más asépticas posibles situaciones que no te gustan. Y eso es lo que yo hago. En una situación normal, mandaría a tomar por el culo a la mitad de personas con las que hablo por trabajo y quizá me haría amigo de un par de ellas, pero esta no es una situación normal, por lo que esas relaciones no se dan desde una óptica humano-humano, sino desde una óptica servidor-servido. Esto me permite cosificarme voluntariamente para evitar malos tragos.

Y ahí está la clave, en la voluntariedad. Yo lo hago, no porque crea que eso me convierte en un mejor trabajador (entonces estaría aceptando una victoria del capitalismo), ni porque quiera relacionarme de forma servil con las personas que requieren mis servicios (entonces estaría denigrando a mi propia persona por motivos laborales), si no porque me sirve de protección frente a una relaciones que no me gustan pero que tengo que tener. Esta voluntariedad me permite quitarme y ponerme el disfraz como yo quiera, incluso dentro del propio trabajo. De hecho, estoy escribiendo esto mientras trabajo y cuando tengo que atender a alguien cambio completamente de compostura, tanto de las facciones de la cara, como de la posición del cuerpo y como mentalmente.

Creo que la forma en la que nos enfrentamos a lo que tenemos delante nos define, no mientras lo hacemos, si no per se. Hace un par de años yo no estaba lo suficientemente maduro emocionalmente como para hacer esto que ahora hago decenas de veces a diario y probablemente no hubiera sido capaz de soportar un trabajo que ahora mismo me es perfectamente soportable. Soy un misántropo, sí, pero uno capaz de ponerse la máscara de filántropo cuando es necesario.